poesía confesional

Hay aún en la poesía más contemporánea un predominio de la poesía confesional, o “falso confesional”, que a Coprovich le parecerá un achicamiento de las posibilidades poéticas más relevantes. Los culpables serán, para él, los vigilantes y la pereza española para asimilar los cambios generacionales (1), esto es, los cambios de modelo.
Por “confesional” entendemos el movimiento hacia la intimidad del poeta, que tiene su origen en Whitman, el primero que coloca con determinación a la Persona en el centro del poema, libre y verdadero. Un siglo más tarde de Hojas de hierba, a mediados de los años 50, comenzó a producirse en los Estados Unidos un movimiento contra la herencia del impersonalismo teórico de Eliot, y se persiguió la crudeza emocional elevada y el aumento de la percepción del cuerpo (2). Por ejemplo, Ginsberg convierte su homosexualidad, su locura y su adicción a las drogas en un poder visionario. Entonces, en 1959, el crítico M. L. Rosethal en su artículo para The Nation, titulado La poesía como una confesión, acuñaría el término de “poesía confesional”, alegando que ésta es una poesía limitada, y añadiendo pudorosamente que ciertos temas no deberían tratarse. Los temas a los que se refería no eran simplemente cuestiones que fuesen sacadas de la biografía de sus autores. La característica fundamental de esta poesía confesional, que a veces se llama también “poesía sucia”, es la inclusión casi en exclusiva de las experiencias muy íntimas, traumáticas y molestas, y escribir sobre ellas sin ningún tipo de autocensura. En la época se trataba de materias demasiado obscenas para ser consideradas arte. De hecho, para Coprovich lo confesional tuvo verdadero interés en poetas como Sylvia Plath o Anne Sexton, donde la revelación íntima del mundo femenino (el aborto, la menstruación, el lesbianismo...) es un correlato o aportación artística a la lucha emancipatoria de la imagen de la mujer en el siglo XX. Por eso, la “poesía sucia” de hoy en día, donde es frecuente encontrar temas tabú, que ya no lo son, se arriesga a convertir su anhelo de malditismo en un banal infantilismo de eternos adolescentes (3).
La poesía confesional fue una reacción, primero en lengua inglesa, al modernismo, al imaginismo y al New Criticism. Una rebeldía del ego ante las teorías de Pound y Eliot. Ya hemos comentado que el posmodernismo, que se erigirá como otra vía de pensamiento y expresión, confrontada al confesionalismo y conviviendo con él hasta la actualidad, tendrá en Eliot a uno de sus máximos profetas. Eliot, al contrario que la unicidad de la experiencia propia, apostaba por el acercamiento de la poesía a la universalidad científica, en su famoso ensayo La tradición y el talento individual (4): Es en la despersonalización cuando el arte puede decirse que se aproxima a la condición de ciencia... Cuanto más perfecto es el artista, más completamente separado estará el hombre que sufre y la mente que crea.
Coprovich comparte con Eliot la creencia de que la experiencia personal es la materia prima del poema, pero no es el poema. Si para Coprovich la poesía es su manera de ir más allá, principalmente más allá de uno mismo, aunque a través de sí, poco interés tendría para él la confesión. Como dijimos al principio de esta entrada, nos extenderemos más sobre la contemporaneidad cuando hablemos de los vigilantes. No obstante, hay dos cuestiones fundamentales para Coprovich que no podemos dejar de comentar.
La primera se refiere a esos poetas confesionales que eran de su agrado. El caso más llamativo es, quizás, el de Anne Sexton; y se deba seguramente a lo que Julio Mas ha llamado con justicia el “falso confesional” (5), y que nos explica así:
Por tanto, la biografía de la poeta [Sexton] es una fuente de inspiración, importante en algunos de sus poemas, falseada en muchos de ellos, pero no menos importante que los sueños, su imaginación, sus trances o sus lecturas.
Resulta refrescante, desde este punto de vista, el trabajo más reciente de Antony Easthope, Michel Foucalt y Leigh Gilmore, que han dado un giro importante a la visión crítica del confesionalismo que se tenía en los años 60 y 70 por parte de Rosenthal o Álvarez. Como es bien conocido, para Foucalt el confesionalismo es una técnica, casi podríamos hablar de una retórica ritual, para producir verdad. En otras palabras, el yo poético es un sujeto poético más, tan verdadero o falso como puede ser el tú, la tercera persona o cualquier otra. Se utilizan las mismas técnicas retóricas de la autobiografía pero se construye una ficción. Anne Sexton lo expresó así: “Me encanta escribir en primera persona, sea o no sea yo. Confunde mucho a mis lectores”.
Coprovich lo ha explicado muchas veces. ¿Es confesional la explicación de un estado de trance, de una hierofanía? ¿Es confesional la narración de un estado de embriaguez, especialmente al modo psicotrópico? ¿Es confesional la narración de lo onírico y lo inconsciente? Sólo así entenderemos esa máxima que dice que toda obra de arte es, al final, una autobiografía. Podríamos pensar entonces que todo es confesionalismo. Hasta Flaubert cuenta de una vez que, paseando por el bosque en un día de otoño, se había sentido el hombre y su amante, y las hojas que pisaba, el viento y las palabras que se decían los enamorados. Porque recordemos que la realidad entera es producto del artista-uno, del ser-en-sí; por lo que es imposible pensar o expresarse desde fuera de sí (6), y por tanto todo pensamiento o expresión es una confesión, un desnudamiento.
Anne Sexton llevaba con particular jocosidad esa ósmosis máscara-confesión. Llegó a la poesía por prescripción médica, como si fuera Prozac. Pero su memoria era cuestionable, su tormentoso pasado era subjetivo, su verdad se mezclaba con el sueño y el embotamiento de las drogas legales. Y ella era consciente de esto, e insistía continuamente en su “falso confesionalismo”, hasta el punto de hacer las delicias de posmodernos como Coprovich, aparentemente tan distintos, con declaraciones como ésta:
Todo esto han sido tan sólo mis ficciones inventadas de parches de mi vida, momentos líricos que yo desarrollé, otras máscaras que puse sobre mi cara y voces que hablaron por mí. Nunca, nunca, nunca. Todo mentira. (7)
Y que hacen de Sexton un poeta de altura. Precisamente por esto. Lo que provoca aún hoy comentarios de la crítica, elogiando esa dignidad de Sexton: Maníaca-bipolar-hiperlúcida: una sola mujer para todas las voces de la humanidad (8). Exactamente ese anhelo de totalidad posmoderno del que ya hemos hablado.
* * * * *
Por otra parte comentaremos la relación amor-odio que Coprovich mantuvo con la generación Beat. Los incluyo aquí, evidentemente, por considerarlos unos descendientes del confesionalismo del que venimos hablando.
I have learned the junk equation.
Junk is not, like alcohol or weed, a means to increased
enjoyment of life. Junk is not a kick.
It is a way of life. (9)
Dando tumbos de psiquiátrico en psiquiátrico, de cárcel en cárcel, de estado a estado, de país a país, de droga a droga, y sobre todo, autocomparándose constantemente con Emerson, Whitman, Joyce o Kafka, la generación beat (“golpe”) lograron una repercusión jamás soñada en el apartamento de la calle 118 del Manhattan New World (10).
La Beat era un grupo de desarrapados y alcohólicos. Les gustaba escribir, pese a todo. La prensa se burlaba, Capote se reía, Bowles les huía, Genet lo intentó. Kerouac corría a las faldas de su madre en cuanto se sentía inseguro, Ginsberg se martirizaba con su sexualidad incierta, Lucien Carr apuñala a Kammerer, Burroughs vivía a costa del capital familiar. Al final de miles de kilómetros de epopeyas... libros. Libros autobiográficos que eran el espejo de sus vidas con grandes dosis de aventurero romanticismo. Coprovich tenía en muy baja estima esa literatura beat (11). Sólo salvaba a Ginsberg, y de veras admiraba a Burroughs, que se asocia al resto de la generación por su amistad personal, nunca por afinidades de estilo. De éste pensaría que fue muy lúcido, y como ejemplo, a menudo repetiría su sentencia: “la importancia de Kerouac y los beat es más social que literaria”. Y es que, en efecto, para Coprovich era ésa la clave de la Beat. Una cosa no se les puede negar a estos niños terribles de los suburbios de Nueva York. Fueron realmente producto y reflejo de una época.
Mariano Antolín Rato, en una digna y grata introducción que hace a la edición de Anagrama de En el camino, alega que la beat era un grupo de personas que en los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial considera que ha heredado el peor de los mundos posibles. Son los primeros individuos para los que tan familiar como el propio rostro, resulta el genocidio, el lavado de cerebros, la amenaza atómica, o una muerte lenta por conformismo (12). Y, en realidad, ese sentimiento de vacío vital, de oscuridad, lo han venido arrastrando el artista y el mundo desde entonces. Es el nihilismo post-atómico.
Pero al abismo de Baudelaire, a la théorie du voyant de Rimbaud, a la poética del delirio, los beatniks apenas aportaron nada. Salvo lo que oscuramente intentó definir el grueso de Carl Solomon como “la cadencia de lo suprareal”. Decidieron hacer de sí mismos una obra de arte y eligieron la locura y los excesos como forma de rebelión. Era un arte de la interpretación, una vida surrealista. Era esta locura del arte lo que más fascina de la generación beat, el arte del exceso. La relación de total dependencia entre el escritor y su obra, cobrando ésta la categoría de auténtico motor, razón de ser y placer de sus vidas. Y una vida que necesita tanto crear, hacer literatura, no podía dejar de ser una vida literaria. Así vinieron los asesinatos, las adicciones, las paranoias, los insultos, las excentricidades. Buscando sentido a sus propias vidas, buscaban también nuevas maneras de expresarse artísticamente. Así lo expresó Kerouac en Los orígenes del gozo en poesía:
Estos nuevos poetas puros se confiesan públicamente por el mero placer de confesarse. Son niños. También son homeros infantiles de barba gris cantando en la calle (13).
Kerouac sería una transfiguración moderna del poeta romántico, sin otro compromiso que no sea el de uno mismo con su arte. Con afán demostrativo llegó a cortarse un dedo para escribir un poema con su propia sangre. Los demás ni eso. Pero Ginsberg fue otra cosa. Coprovich respetaba a Ginsberg, y su poema Aullido fue de gran importancia para él.
Aunque lo más importante de la Beat, para Coprovich, fue su capacidad de exoterismo. Ginsberg, por ejemplo, es elegido en 1965 Rey de Mayo por cien mil estudiantes de Praga; participa en 1967 cantando mantras en el primer Human Be-in de San Francisco, en protesta contra Vietnam; y en 1968 se manifiesta contra la convención demócrata de Chicago. Y, en cuanto a lo meramente literario, fue determinante su aportación a la literatura “que no se lee”. La generación Beat renovó en los sesenta la poesía a través del rescate de un formato olvidado: el oral. Giraron y giraron de un lado a otro de Estados Unidos promocionando una nueva manera de entender la poesía, que es escucharla en colectividad. No hay duda de que gran parte del éxito de Aullido se debe al imponente vozarrón de un Ginsberg maduro.
Burroughs también editó, en 1965, un disco (Call me Burroughs) con lecturas de propios pasajes y realizó colaboraciones habladas con artistas como Blondie o Tom Waits (14). También, con Bryon Gysin, inventó los cut-up o collages sonoros con grabadoras.
Fueron los encargados de resucitar la oralidad, que ha tenido y tiene gran repercusión, sobre todo en el mundo anglosajón. Por poner unos ejemplos de poesía oral que vinieron después, y que fueron muy importantes para Coprovich, habría que citar a Cage y a Anderson. Ya en los setenta, John Cage presentó sus mesostics, piezas para ser representadas en directo con la voz humana como único instrumento. También en esa época, Laurie Anderson comenzó a difundir sus monólogos en las calles de Nueva York y pronto fue un referente, gracias a sus espectáculos híbridos de poesía, música, performance y videocreación (15). Ella invitó a su marido, Lou Reed, a poner en marcha el proyecto The Raven, con poemas de Poe.
Por su parte, Richard Hell, un mito de la No Wave, ha grabado algunos de sus poemarios en directo para el álbum Across the years. Jello Biafra ha publicado un spoken (16) del sociólogo Noam Chomsky. Y habría que recordar a la agitadora Lydia Lunch (17), con su discográfica y editorial Widowspeak Productions, y a Genesis P-Orridge, que en 1999 funda una plataforma emisora dedicada al spoken word: Thee Majesty. O a Lee Ranaldo (Sonic Youth), que dedicó un disco a Kerouac, trabajó en proyectos afines a Burroughs y colaboró con Allen Ginsberg.
Todo ello plantea una cuestión fundamental, sobre la capacidad transformadora de la poesía (18). Esto es lo que le interesaba a Coprovich: la oralidad y la capacidad de congregación dialógica de la poesía. Y le interesaba porque Coprovich era un funambulista, andando por el hilo de una disyuntiva difícilmente irreconciliable: el hermetismo o la colectividad. Cortarse un dedo o liderar una protesta. Estaremos de acuerdo en que cuanto más hermético o difícil es un poema, menos garantías tiene de convocar la emoción de un auditorio. ¿Cuál fue el camino que Coprovich eligió? En realidad, ambos. Esa indecisión, ese navegar entre dos (o más) aguas, fue el resultado de una única determinación: ser fiel a sí mismo.
Mario Bennedetti fue un poeta que, como pocos, supo conectar con distintas generaciones de admiradores. A él le debemos esta reflexión sobre el trabajo del escritor, con la que acabamos. Fíjense en que se trata de una decisión crucial. No es sólo la elección o no de una determinada politización, sino una idea distinta de escritura, hacia dentro o hacia fuera, etcétera. En resumidas cuentas, un litigio que podemos reducir a la pregunta “¿Queremos o no ser entendidos por una mayoría?”:
El problema es entonces a qué se es más fiel. Porque a veces ciertas fidelidades entran en colisión con otras fidelidades. Y entonces, en el instante de la verdadera decisión, se está condenado a ser fiel e infiel al mismo tiempo. Por ejemplo cuando la libertad elitaria del escritor entra en contradicción con la liberación de su pueblo. Hay que decidir, en determinado momento, qué es lo que importa más: si la libertad del pueblo, o la libertad de una élite intelectual. Quizá sea éste el instante más adecuado para que el escritor comprenda que su misión no es la de víctima ni la de fiscal; que su misión es la de ayudar conscientemente a su pueblo, eligiendo, de todas, la forma más legítima de ayudarse, y sobre todo de ayudar a lo mejor de sí mismo. (19)
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John Giorno merece un aparte. Fundador de los Giorno Poetry Systems, en en 1965, y en 1968, del Dial-A-Poem, sistema de difusión de la poesía a través del teléfono, de forma masiva. “Cuando entré en contacto con los músicos del pop, me di cuenta de que la poesía tenía un retraso de 75 años”. Este alegato de Giorno recuerda inmediatamente lo que Erik Satie había dicho medio siglo antes, respecto a la pintura y la música.
Coprovich vio recitar a John Giorno en Madrid. Al contrario que Lydia Lunch, la manera suave, humana, de recitar le conmovieron de veras. Según he leído a Coprovich en algún lugar que no recuerdo, un Giorno canoso, viejo y radiante, se plantó frente a su público con humildad, con la tranquilidad rodada en miles de kilómetros, y se concentró en un único cometido: trasmitir, comunicarse, presentar su sincera poesía. Nada más. Nada menos. “Un homero en Malasaña cantándote a los ojos.” Una descripción que me recuerda a eso que contaba Wilde en El crítico como artista: cuando Milton tuvo que dejar de escribir, se dedicó a cantar.
(1) Habitualmente se entiende por “generación” un tiempo, grosso modo, de cuarenta años. Coprovich dirá: En España sólo entendemos los cambios de siglo. Las generaciones se cuentan de 98 en 98.
(2) Es decir, el “cuerpo” fue la traducción obtusa de aquel yo holístico y transcendental de Whitman. Será por eso que Coprovich adoraba a éste, pese a aguantar mal el confesionalismo posterior.
(3) “Empanados Peter Panes” (N. del A.)
(4) T. S. Eliot, The Sacred Wood: Essays on Poetry and Criticism, Methune, London, 1922.
(5) J. Mas Alcaraz, de la Introducción a Anne Sexton, Vive o muere, Vitrubio, Madrid, 2008.
(6) Comentaremos esto más en El yo de viaje.
(7) Op. cit. Mas Alcaraz.
(8) A. Sáenz de Zaitegui, Vive o muere, art. en El Cultural, enero, 2009
(9) W. S. Burroughs, Junky, Penguin, Londres, 1977.
(10) Muy recomendable la biografía generacional de J. Campbell, Loca sabiduría, Alba, Barcelona, 2001.
(11) Coprovich dijo una vez: “La prosa momentánea, inventada por Kerouac, a la que se alude como epígrafe de explosión o dinamismo, me parece uno de los mayores tostones de la literatura.”
(12) M. Antolín Rato, de la Introducción a Jack Kerouac, En el camino, Anagrama, Barcelona, 1989.
(13) Cfr. S. Wish, Jack Kerouac: biografía de una generación, Anagrama, Barcelona, 1978.
(14) Precisamente, el responsable de sus grabaciones orales fue el poeta estadounidense, de quien hablaremos en un momento, John Giorno.
(15) Ha sido la única artista invitada por la NASA a convivir con los residentes de una estación aeroespacial. El espectáculo que surgió de esa experiencia pasó por el Festival de Otoño de Madrid.
(16) Ver El arte del slam.
(17) Coprovich pudo ver a Lydia Lunch en Madrid, y al parecer no se llevó buena impresión de ella.
(18) Lo estudiaremos en Capitán Montes.
(19) M. Benedetti, El escritor latinoamericano y la revolución posible, Nueva Imagen, México D.F, 1977.
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